Son
exactamente las 9 de la mañana y el sonido de la sirena de bomberos anuncia el
inicio del examen. Bajamos las miradas y comenzamos, me alivió que no se presentaran los horrores
que mis conocidos habían previsto: el típico ataque de nervios, la pérdida
repentina de memoria o el inoportuno dilema existencial sobre mi vocación. En
realidad solo pude pensar en las interrogantes que me presentaban las letras
impresas en el papel. Mientras resolvía jugaba con mi lapicero picando las
alternativas.
Dos
horas antes había ingresado al aula 104 de la Escuela de Ciencias Físicas y Matemáticas,
allí también había rendido los sumativos anteriores con cierto éxito, pero este
era el decisivo, este valía la mitad de mi puntaje total. Había visto a los
chicos dándose ánimo durante el ingreso, llovían abrazos, rostros preocupados y
perdidos. Todos cumplían ciertos rituales familiares en el día del examen; yo
por mi parte me levanté a las siete de la mañana, tomé la manzanilla que me había
recomendado un profesor: “para los nervios”, decía. Me alisté y salí. Otra
acción que también se ha vuelto importante antes de ingresar a la universidad es
consumir una barra de chocolate, las madres decían: “para que te de fuerzas”,
“el chocolate mejora tu ánimo”, “durante el examen te dará hambre”, todo esto
no escapa de la realidad y lo pude comprobar en el primer sumativo. Tal vez
parezca que todas estas acciones no sean tan ciertas y solo ayuden en aumentar
la seguridad del postulante, pero estábamos en competencia y ahí todo sumaba.
Dos
meses antes había recibido con alegría los resultados del segundo examen. El
día anterior estaba muy nervioso porque en el sumativo anterior no había
llegado a mi objetivo. En clase había escuchado a más de un profesor decir que
no confiemos en los ‘amigos’ de academia que postulaban a nuestra especialidad
pues tratarían de jugar sucio, yo tomé
ese consejo y salía con conocidos de otras áreas. Recuerdo que, mientras
resolvía una práctica de geometría, alguien del salón a quien no conocía se me
acercó y dijo: “oye, qué buen puntaje tienes, ya estás adentro, ¿para qué
estudias?”. Yo, recordando el consejo, le pregunté: “¿tú cómo saliste en el
examen?” Él, un poco avergonzado, me dijo: “Estoy muy bajo, me faltan 90 puntos
en el acumulado para el mínimo, la verdad es que no me gustan las matemáticas”.
Entonces le dije: “qué mal puntaje tienes, ¿para qué estudias?”.
Cuatro
meses atrás, luego de haber fallado en mi primer intento de ingreso, mi madre se había acercado a hablarme
seriamente: “si no ingresas esta vez, deberás dedicarte a trabajar en cualquier
otra cosa, ésta tu oportunidad y debes aprovecharla, porque será la última que
te pagaremos”. Esto hizo concentrarme íntegramente en los estudios, preparé una
agenda y horarios para los 4 meses que comenzaban y me esforcé para mejorar mi
puntaje. En verdad mis padres habían acordado decirme aquello porque se lo
había recomendado un amigo, para “enfocar sus prioridades”, decía; luego se me
hizo una frase de mal gusto cuando mis progenitores me lo confesaron.
Habían
transcurrido 20 minutos del examen y estaba abstraído, solo me interesaba
resolver las preguntas, hacía una línea sobre las alternativas para luego pasar todo a la hoja de respuestas.
No me había dado cuenta lo que ocurría alrededor, pero de pronto me sentí
observado, miré al frente y las tres personas que cuidaban el examen me veían
extrañados, desvié la mirada hacia los postulantes y regresé al examen pensando
en lo que pasaba. Me distraje y comencé a cuidar mis gestos y movimientos
cuando celebraba la resolución de las interrogantes. El poco tiempo que miré a
mis compañeros de carpeta me di cuenta que la prueba no es tan rigurosa como la
venden, ellos podían mirar al compañero del costado para pescar alguna respuesta
que no tengan.
Dos
horas luego del examen sonó el teléfono de mi casa, contesté, era mi mejor
amigo: “Hola hermano, ¿cómo te fue hoy, estuvo fácil el examen?”, dijo. “Para el que estudia, sí”, respondí. Seguí
conversando largo rato con él y su mamá, enviaban saludos y él pedía consejos,
aun no se animaba a postular porque en su carrera las personas ingresaban luego
de 3 intentos. Él quería ingresar en la primera oportunidad.
Habían
pasado 20 minutos después de las siete de la noche, estaba cenando y viendo una
película. Antes, ya había esperado los resultados pegado a un radio durante 5
horas y no lo iba a volver a hacer. Hablé con mi hermana dos horas antes y me
dijo que ella lo haría, entonces le pedí que me llame al teléfono solo si
ingresaba, si no ocurría esto que no se moleste en hacerlo. Estuve un poco
incómodo pues resultados se anunciaban para las 7 en punto, y estábamos con
retraso de 20 minutos. Mi madre se había acercado a preguntarme los resultados
pero le conté el acuerdo con mi hermana, regresó luego de cinco minutos a
preguntarme lo mismo y volví a decírselo. Son 20 minutos, el vecino que
postulaba a Derecho ya estaba lanzando alaridos celebrando su logro ¿qué
pasaba? ¿Era cierto que el último examen era el decisivo? Al final opté por
confiar en mis respuestas y esperar que el teléfono timbre.
“Ring, ring, ringggg…” Sonó
el teléfono y di un salto de alegría, me abalancé sobre él y respondí. “¿Aló? ¿Se
encuentra la señora Miranda?” Me quedé helado, era alguien más, aun no era
seguro si había ingresado, la persona al otro lado preguntaba por mi madre, a
quien no hubo necesidad de llamar pues había corrido y estaba a mi costado
esperando que le dé la noticia. Le dije que no era mi hermana, no me creyó y
contestó, al darse cuenta que era cierto resolvió rápidamente la llamada y
colgó. Me miró seria y dijo: “Entra a internet a ver el resultado, no esperes a
tu hermana”. Todo era un grito ahogado en la garganta.
“Ring,
ring, ringgg…” Ahora me paré para responder rogando que sea mi hermana, luego
de que el teléfono sonara tres veces respondí, habían colgado antes pero
emergía otra llamada entrante… “Ringggg…” Respondí, “¿Aló, Pedro?” Era mi otra
hermana, pero anunciaba lo que tanto esperaba, mi madre había llegado
nuevamente a mi costado y pudo escuchar el grito de alegría a través del
teléfono: ¡INGRESASTE! ¡INGRESASTE!