viernes, 17 de junio de 2016

LO COMPLICADO DEL CÁLCULO


Son exactamente las 9 de la mañana y el sonido de la sirena de bomberos anuncia el inicio del examen. Bajamos las miradas y comenzamos,  me alivió que no se presentaran los horrores que mis conocidos habían previsto: el típico ataque de nervios, la pérdida repentina de memoria o el inoportuno dilema existencial sobre mi vocación. En realidad solo pude pensar en las interrogantes que me presentaban las letras impresas en el papel. Mientras resolvía jugaba con mi lapicero picando las alternativas.
Dos horas antes había ingresado al aula 104 de la Escuela de Ciencias Físicas y Matemáticas, allí también había rendido los sumativos anteriores con cierto éxito, pero este era el decisivo, este valía la mitad de mi puntaje total. Había visto a los chicos dándose ánimo durante el ingreso, llovían abrazos, rostros preocupados y perdidos. Todos cumplían ciertos rituales familiares en el día del examen; yo por mi parte me levanté a las siete de la mañana, tomé la manzanilla que me había recomendado un profesor: “para los nervios”, decía. Me alisté y salí. Otra acción que también se ha vuelto importante antes de ingresar a la universidad es consumir una barra de chocolate, las madres decían: “para que te de fuerzas”, “el chocolate mejora tu ánimo”, “durante el examen te dará hambre”, todo esto no escapa de la realidad y lo pude comprobar en el primer sumativo. Tal vez parezca que todas estas acciones no sean tan ciertas y solo ayuden en aumentar la seguridad del postulante, pero estábamos en competencia y ahí todo sumaba.
Dos meses antes había recibido con alegría los resultados del segundo examen. El día anterior estaba muy nervioso porque en el sumativo anterior no había llegado a mi objetivo. En clase había escuchado a más de un profesor decir que no confiemos en los ‘amigos’ de academia que postulaban a nuestra especialidad pues tratarían de  jugar sucio, yo tomé ese consejo y salía con conocidos de otras áreas. Recuerdo que, mientras resolvía una práctica de geometría, alguien del salón a quien no conocía se me acercó y dijo: “oye, qué buen puntaje tienes, ya estás adentro, ¿para qué estudias?”. Yo, recordando el consejo, le pregunté: “¿tú cómo saliste en el examen?” Él, un poco avergonzado, me dijo: “Estoy muy bajo, me faltan 90 puntos en el acumulado para el mínimo, la verdad es que no me gustan las matemáticas”. Entonces le dije: “qué mal puntaje tienes, ¿para qué estudias?”.
Cuatro meses atrás, luego de haber fallado en mi primer intento de ingreso,  mi madre se había acercado a hablarme seriamente: “si no ingresas esta vez, deberás dedicarte a trabajar en cualquier otra cosa, ésta tu oportunidad y debes aprovecharla, porque será la última que te pagaremos”. Esto hizo concentrarme íntegramente en los estudios, preparé una agenda y horarios para los 4 meses que comenzaban y me esforcé para mejorar mi puntaje. En verdad mis padres habían acordado decirme aquello porque se lo había recomendado un amigo, para “enfocar sus prioridades”, decía; luego se me hizo una frase de mal gusto cuando mis progenitores me lo confesaron.
Habían transcurrido 20 minutos del examen y estaba abstraído, solo me interesaba resolver las preguntas, hacía una línea sobre las alternativas  para luego pasar todo a la hoja de respuestas. No me había dado cuenta lo que ocurría alrededor, pero de pronto me sentí observado, miré al frente y las tres personas que cuidaban el examen me veían extrañados, desvié la mirada hacia los postulantes y regresé al examen pensando en lo que pasaba. Me distraje y comencé a cuidar mis gestos y movimientos cuando celebraba la resolución de las interrogantes. El poco tiempo que miré a mis compañeros de carpeta me di cuenta que la prueba no es tan rigurosa como la venden, ellos podían mirar al compañero del costado para pescar alguna respuesta que no tengan.
Dos horas luego del examen sonó el teléfono de mi casa, contesté, era mi mejor amigo: “Hola hermano, ¿cómo te fue hoy, estuvo fácil el examen?”, dijo.  “Para el que estudia, sí”, respondí. Seguí conversando largo rato con él y su mamá, enviaban saludos y él pedía consejos, aun no se animaba a postular porque en su carrera las personas ingresaban luego de 3 intentos. Él quería ingresar en la primera oportunidad.
Habían pasado 20 minutos después de las siete de la noche, estaba cenando y viendo una película. Antes, ya había esperado los resultados pegado a un radio durante 5 horas y no lo iba a volver a hacer. Hablé con mi hermana dos horas antes y me dijo que ella lo haría, entonces le pedí que me llame al teléfono solo si ingresaba, si no ocurría esto que no se moleste en hacerlo. Estuve un poco incómodo pues resultados se anunciaban para las 7 en punto, y estábamos con retraso de 20 minutos. Mi madre se había acercado a preguntarme los resultados pero le conté el acuerdo con mi hermana, regresó luego de cinco minutos a preguntarme lo mismo y volví a decírselo. Son 20 minutos, el vecino que postulaba a Derecho ya estaba lanzando alaridos celebrando su logro ¿qué pasaba? ¿Era cierto que el último examen era el decisivo? Al final opté por confiar en mis respuestas y esperar que el teléfono timbre.
“Ring, ring, ringggg…” Sonó el teléfono y di un salto de alegría, me abalancé sobre él y respondí. “¿Aló? ¿Se encuentra la señora Miranda?” Me quedé helado, era alguien más, aun no era seguro si había ingresado, la persona al otro lado preguntaba por mi madre, a quien no hubo necesidad de llamar pues había corrido y estaba a mi costado esperando que le dé la noticia. Le dije que no era mi hermana, no me creyó y contestó, al darse cuenta que era cierto resolvió rápidamente la llamada y colgó. Me miró seria y dijo: “Entra a internet a ver el resultado, no esperes a tu hermana”. Todo era un grito ahogado en la garganta.

“Ring, ring, ringgg…” Ahora me paré para responder rogando que sea mi hermana, luego de que el teléfono sonara tres veces respondí, habían colgado antes pero emergía otra llamada entrante… “Ringggg…” Respondí, “¿Aló, Pedro?” Era mi otra hermana, pero anunciaba lo que tanto esperaba, mi madre había llegado nuevamente a mi costado y pudo escuchar el grito de alegría a través del teléfono: ¡INGRESASTE! ¡INGRESASTE!

domingo, 12 de junio de 2016

LA VOCACIÓN COMO RECURSO SOCIAL PARA CRECER

Lo primero con lo que me enfrenté cuando inicié mis estudios en Comunicaciones fue el enorme prejuicio que tienen los profesionales de diversas ramas en torno a esta carrera. "No es universitaria", "acá encontramos un conjunto de oficios técnicos que se han unido en algo parecido a una profesión que sin embargo carece o tiene muy poca rigurosidad científica".
Este fue el primer impacto, recordé las recomendaciones de mis amigos; "Tu das para más", "¿Por qué postulas a esa carrera si tienes un puntaje de ingeniería o medicina?" Yo no lo quise así, continúe, me había propuesto un reto y quería hacer crecer esta carrera a punta de esfuerzo con el combustible de la vocación. 
El segundo hecho que me hizo dudar sobre mi elección fue cuando observé el comportamiento de la mayoría de compañeros de clase, veía en ellos el reflejo de los tan sintonizados programas de espectáculos que tanto detestaba, las peleas de mis compañeros de carpeta mostraban un mundo extraño, escandaloso, inestable, prejuicioso, retrógrado y estúpido. Sin embargo, todos eran muy amables al conversar, los años de socialización les ayudó a amoldar una personalidad muy empática pero vacía, pues veía el trauma de la competencia dentro, el estrés de los exámenes de admisión no superados, ellos se esforzaban por mostrar la mejor cara a un compañero que luego podría darles trabajo. Todo me parecía falso y ridículo, sin embargo no huía del juego, tal vez porque, como muchos seres humamos, me embriagué de egocentrismo y vanidad por los cumplidos recibidos.
El tercer impacto ya no fue un problema particular de mi carrera, es algo que sufren todos los estudiantes de universidades estatales del Perú, en estos centros de estudios lo primero que te enseñan es a ser pobre, a comportarte como un resentido de la vida lleno de carencias afectivas, económicas e institucionales, a ser un profesional frustrado que tiene como máxima aspiración el lograr entrar como empleado a una empresa de alcance regional, o ser como una larva que con el único mérito de alzar una bandera y usar gorros de un partido político en campaña  se asegura empleo como funcionario durante cinco años. 
El cuarto problema, aunque ya lo haya mencionado anteriormente, son los profesionales en ejercicio, que desmotivan nuestras aspiraciones con el facilismo que gobierna a sus productos comunicativos. En la sociedad es válida la creencia que el periodista es un tergiversador que se vende al poder político o económico al mando, que el publicista es un canalla que intentar engañar al consumidor para que compren basura bien presentada, que el comunicador para el desarrollo es un zángano que lucra excesivamente usando la excusa del asistencialismo, que el relacionista público es un ser detestable, hipócrita y corrupto que usando todo tipo de mañas busca que las organizaciones puedan causar todo tipo de transgresiones y la población se sienta feliz de presenciarlas.
Continuaremos...