Estornudos y carraspeo.
Luego de esperar una hora con mareos y dolor de sien, pude
entrar al cuarto que servía de recepción para los enfermos. Tenía 8 años y un
mal que los doctores no pudieron aplacar. Al entrar en la habitación no me
percaté lo que ocurría a mí alrededor, solo seguía a mi madre que no me tomaba
de la mano. Y luego de unos trámites, pudimos sentarnos en uno de los fríos y
débiles bancos de madera que rodeaban la recepción.
El adobe de las
paredes de la habitación estaba envuelto de pintura amarilla pero todo se
percibía gris, el ambiente era tibio e incómodo como en una procesión con
feligreses que lloriquean. El hedor que emanaba el lugar era la combinación de
ungüento, hierbas frescas y orines.
A nuestro alrededor se apiñaba un numeroso grupo de personas
que, debido a la vestimenta que usaban, se podía distinguir la diversidad
social de su procedencia: obreros, monjas, autoridades locales, pordioseros,
incluso habitantes de otras ciudades que venían con la esperanza de encontrar
el menjunje que alivie sus males. El grupo, tan diferente como el que nos
encontramos los domingos en las catedrales, tenía una característica común: el
notorio dolor dibujado en sus rostros que creaba una atmósfera de tristeza y
abatimiento.
Yo al advertir el aspecto de los pacientes bajé rápidamente
la cara, quizá por vergüenza, miedo, consternación o respeto al dolor. Me
limité a observar mis manos, tratando de
impedir levantar la mirada, estaba afectado como los semblantes que
evitaba, los enfermos llevaban en sus rostros el estigma de sus males.
Ronquidos y
lamentos
La mayoría
que aguardaba ser atendida portaba botellas con un líquido color ocre, que
ingerían continuamente. Cuando tocó nuestro
turno me acerqué con mi madre hacia una puerta. Un hombre salía de ella para atender a las personas que
habían esperaban en la extensa fila que frecuentemente daba vuelta a la calle;
los pacientes al ver al hombre lo saludaban respetuosamente con un ‘buenos días
Don Nacarino’, lo mismo hicimos y entramos tras él.
La razón por
la que mi madre decidió traerme a este curandero fue porque los doctores no
podían neutralizar el mal que yo adolecía. Además, este herbolario le ayudó tiempo
atrás a contrarrestar un precáncer con un tratamiento de seis meses, que según
los exámenes posteriores a los que se sometió mi madre, logró desaparecer esa
enfermedad; sumando a ello, que este señor eliminó el asma que padecía uno de
mis hermanos.
‘El doctor’ que era como también llamaban a
Don Nacarino, era un tipo de estatura mediana, corpulento como un pequeño oso, no
muy simpático, de piel cobriza con facciones andinas, tenía la cabeza redonda
como una manzana, el cabello azabache como equino, alopecia hasta las sienes,
en su frente no se dibujaban muchas arrugas, tenía los ojos chinos como koala,
nariz aguileña y dientes largos y amarillos. Al hablar revelaba su carácter
serio, respetuoso y decidido; su voz era gruesa, hablaba despacio y bajo con un
acento criollo. Además de ello era muy reservado, su jovialidad, alegría y
humor la compartía con pocos, ‘no se reía con cualquiera’.
Lo que más le
preocupaba a ‘Don Nacarino’ eran sus pacientes. Para establecer qué remedio iba
a preparar, miraba absorto el rostro de los convalecientes, hacía las preguntas
que sean necesarias para estar seguro del mal y tomaba largo rato el pulso. Era
reconocido por distinguir enfermedades con solo medir las pulsaciones del
cuerpo.
Luego del
análisis nos dio indicaciones para preparar y beber el remedio. Escribió con
“palabras que las personas no entienden”, según lo que decían sus pacientes, su
receta en un papel, nos lo entregó y se despidió de nosotros amablemente. Luego
de ello nos dirigimos a la ventanilla en la que nos proporcionaron una ‘toma’
para el momento junto a un paquete blanco y rectangular hecho con papel de
‘despacho’ y envuelto en cruz con un pabilo, que contenía el remedio, en el que se reiteraba la receta
e indicaciones de cómo se deben tomar las soluciones.
Nacarino abrió
su sanatorio popular en la década de los 80 en la calle Mantaro al costado del
cementerio de Miraflores, a raíz de la muerte de su maestro herbolario Don
Pablo Villacorta, este último tenía su consultorio en la última cuadra del
jirón Independencia.
‘Don Pablito’, natural de Usquil, era el
curandero más conocido en una ciudad de Trujillo que contaba solo con el
hospital Belén para restablecer a los convalecientes, y debido a eso, los
médicos acudían a él en busca de consejos. Pablito tenía un poco más de 1.70
metros de altura, era blanco como el marfil, de cabello negro y lacio que en
sus últimos años de vida , por causa de las
justificadas canas, tornó a un color plateado, tenía ojos perezosos y sonrisa fácil; a diferencia de Nacarino, era
más comunicativo, campechano y accesible. Pablito, que usaba siempre un
sombrero grande de palma, inició como herbolario a los 30 años y lo fue hasta
su muerte.
Además de sus
remedios, las personas lo buscaban para que ‘limpie’ de todo mal a sus hogares.
La tarifa de Pablito al momento de cobrar por sus servicios se adecuaba a la
disposición del beneficiado, cada vez que le preguntaban cuanto debían pagarle,
él decía “su voluntad”, todo lo hacía a cambio de una propina.
Nacarino desde muy joven trabajó con don
Pablo, comenzó siendo su chofer para luego convertirse en su ayudante y aprendiz. Aprendió a preparar las ‘tomas’,
a hacer limpias en hogares y viajó a la selva en busca de las plantas
medicinales.
Uno de los
mayores defectos de don Pablo Villacorta era su debilidad por las mujeres, por
ello un día se separó de su esposa para vivir un romance con una quinceañera,
relación que duró hasta su muerte.
La nueva
pareja de Pablito no tenía una buena relación con Nacarino, es por ello que
luego de la muerte de este ocurrida en la década de los ochenta, el aprendiz
con la esposa se enfrascaron en una disputa por la herencia intelectual. La
viuda acusaba en los tribunales a Nacarino de desempeñar y comercializar sin su
autorización los productos que su maestro Pablo le había enseñado a elaborar. En
ese tiempo, al igual que su maestro, Nacarino curaba a personas de diferentes
lugares sin pedir dinero a cambio de ese servicio. Solo pedía una colaboración.
Pero cuando enviaba a otros lugares, hacía paquetes y los despachaba por dos o
tres soles.
La disputa
duró años y llegó a extremos, ambos se ‘chicoteaban’, que es usar las cartas
para desearse el mal. Se hacían ‘daño’, porque uno quería quedarse con los
clientes. Al final el problema se solucionó con el apoyo de las personas a las
que Nacarino había ayudado a sanarse, pues debido a los constantes cierres del
local, pidieron mediante un memorial que este señor pueda trabajar de
herbolario. Poco tiempo después de esto, la viuda de don Pablo falleció.
Peroles y
ungüentos
Nacarino
atendió todos los días de cinco de la mañana a seis de la tarde, durante más de
treinta años en su local del barrio de Mantaro. Ahí tenía un perol enorme como
un fregadero, donde preparaba junto a su ayudante, sus ‘tomas’ de hiervas
medicinales que buscaba y recolectaba en la selva virgen los meses de julio y
agosto. Con estas plantas hacía también curaciones, ungüentos, flotaciones,
purgantes y aerosoles para la congestión de las narices y garganta.
‘El Doctor’
llegó a curar enfermedades y males como cáncer a la sangre, bronquios, cólicos,
hepatitis, sustos, ataques al corazón, curaba la ceguera, enfermedades del
hígado, presión alta, etc. Pero también era consciente de sus limitaciones, es
por ello que cuando no podía remediar la
dolencia decía “vayan a otro sitio”.
Silencios y
llantos
El herbolario
Nacarino, murió hace dos años, y su expiración fue trágica. Perdió la vida al
caerse de las escaleras de su casa de la urbanización San Isidro. Las personas
que vivieron este acontecimiento
resaltan lo rápido, hermético y secreto de su entierro. Pues en menos de 24
horas de ocurrida su muerte, Nacarino fue velado en su hogar y enterrado en un
lugar desconocido.
Las personas
a las que ‘el doctor’ atendió no pudieron estar en su despedida. Se enteraron
cuando encontraron una nota pegada en la puerta del local de Mantaro que
anunciaba la muerte del herbolario. Sus pacientes le lloraron tarde, días
después de que, dentro de un ataúd, el cuerpo de uno de los personajes más
queridos del barrio los visitara por última vez.