sábado, 15 de septiembre de 2018

UN HERBOLARIO EN TRUJILLO, DON NACARINO


Estornudos y carraspeo.

Luego de esperar una hora con mareos y dolor de sien, pude entrar al cuarto que servía de recepción para los enfermos. Tenía 8 años y un mal que los doctores no pudieron aplacar. Al entrar en la habitación no me percaté lo que ocurría a mí alrededor, solo seguía a mi madre que no me tomaba de la mano. Y luego de unos trámites, pudimos sentarnos en uno de los fríos y débiles bancos de madera que rodeaban la recepción.
 El adobe de las paredes de la habitación estaba envuelto de pintura amarilla pero todo se percibía gris, el ambiente era tibio e incómodo como en una procesión con feligreses que lloriquean. El hedor que emanaba el lugar era la combinación de ungüento, hierbas frescas y orines.

A nuestro alrededor se apiñaba un numeroso grupo de personas que, debido a la vestimenta que usaban, se podía distinguir la diversidad social de su procedencia: obreros, monjas, autoridades locales, pordioseros, incluso habitantes de otras ciudades que venían con la esperanza de encontrar el menjunje que alivie sus males. El grupo, tan diferente como el que nos encontramos los domingos en las catedrales, tenía una característica común: el notorio dolor dibujado en sus rostros que creaba una atmósfera de tristeza y abatimiento.

Yo al advertir el aspecto de los pacientes bajé rápidamente la cara, quizá por vergüenza, miedo, consternación o respeto al dolor. Me limité a observar mis manos, tratando de  impedir levantar la mirada, estaba afectado como los semblantes que evitaba, los enfermos llevaban en sus rostros el estigma de sus males.

Ronquidos y lamentos

La mayoría que aguardaba ser atendida portaba botellas con un líquido color ocre, que ingerían continuamente. Cuando  tocó nuestro turno me acerqué con mi madre hacia una puerta. Un hombre  salía de ella para atender a las personas que habían esperaban en la extensa fila que frecuentemente daba vuelta a la calle; los pacientes al ver al hombre lo saludaban respetuosamente con un ‘buenos días Don Nacarino’, lo mismo hicimos y entramos tras él.

La razón por la que mi madre decidió traerme a este curandero fue porque los doctores no podían neutralizar el mal que yo adolecía. Además, este herbolario le ayudó tiempo atrás a contrarrestar un precáncer con un tratamiento de seis meses, que según los exámenes posteriores a los que se sometió mi madre, logró desaparecer esa enfermedad; sumando a ello, que este señor eliminó el asma que padecía uno de mis hermanos.

 ‘El doctor’ que era como también llamaban a Don Nacarino, era un tipo de estatura mediana, corpulento como un pequeño oso, no muy simpático, de piel cobriza con facciones andinas, tenía la cabeza redonda como una manzana, el cabello azabache como equino, alopecia hasta las sienes, en su frente no se dibujaban muchas arrugas, tenía los ojos chinos como koala, nariz aguileña y dientes largos y amarillos. Al hablar revelaba su carácter serio, respetuoso y decidido; su voz era gruesa, hablaba despacio y bajo con un acento criollo. Además de ello era muy reservado, su jovialidad, alegría y humor la compartía con pocos, ‘no se reía con cualquiera’.

Lo que más le preocupaba a ‘Don Nacarino’ eran sus pacientes. Para establecer qué remedio iba a preparar, miraba absorto el rostro de los convalecientes, hacía las preguntas que sean necesarias para estar seguro del mal y tomaba largo rato el pulso. Era reconocido por distinguir enfermedades con solo medir las pulsaciones del cuerpo.

Luego del análisis nos dio indicaciones para preparar y beber el remedio. Escribió con “palabras que las personas no entienden”, según lo que decían sus pacientes, su receta en un papel, nos lo entregó y se despidió de nosotros amablemente. Luego de ello nos dirigimos a la ventanilla en la que nos proporcionaron una ‘toma’ para el momento junto a un paquete blanco y rectangular hecho con papel de ‘despacho’ y envuelto en cruz con un pabilo, que contenía  el remedio, en el que se reiteraba la receta e indicaciones de cómo se deben tomar las soluciones.

Nacarino abrió su sanatorio popular en la década de los 80 en la calle Mantaro al costado del cementerio de Miraflores, a raíz de la muerte de su maestro herbolario Don Pablo Villacorta, este último tenía su consultorio en la última cuadra del jirón Independencia.

 ‘Don Pablito’, natural de Usquil, era el curandero más conocido en una ciudad de Trujillo que contaba solo con el hospital Belén para restablecer a los convalecientes, y debido a eso, los médicos acudían a él en busca de consejos. Pablito tenía un poco más de 1.70 metros de altura, era blanco como el marfil, de cabello negro y lacio que en sus últimos años de vida , por causa  de las justificadas canas, tornó a un color plateado, tenía ojos perezosos  y sonrisa fácil; a diferencia de Nacarino, era más comunicativo, campechano y accesible. Pablito, que usaba siempre un sombrero grande de palma, inició como herbolario a los 30 años y lo fue hasta su muerte.

Además de sus remedios, las personas lo buscaban para que ‘limpie’ de todo mal a sus hogares. La tarifa de Pablito al momento de cobrar por sus servicios se adecuaba a la disposición del beneficiado, cada vez que le preguntaban cuanto debían pagarle, él decía “su voluntad”, todo lo hacía a cambio de una propina.
 Nacarino desde muy joven trabajó con don Pablo, comenzó siendo su chofer para luego convertirse en su ayudante  y aprendiz. Aprendió a preparar las ‘tomas’, a hacer limpias en hogares y viajó a la selva en busca de las plantas medicinales.

Uno de los mayores defectos de don Pablo Villacorta era su debilidad por las mujeres, por ello un día se separó de su esposa para vivir un romance con una quinceañera, relación que duró hasta su muerte.
La nueva pareja de Pablito no tenía una buena relación con Nacarino, es por ello que luego de la muerte de este ocurrida en la década de los ochenta, el aprendiz con la esposa se enfrascaron en una disputa por la herencia intelectual. La viuda acusaba en los tribunales a Nacarino de desempeñar y comercializar sin su autorización los productos que su maestro Pablo le había enseñado a elaborar. En ese tiempo, al igual que su maestro, Nacarino curaba a personas de diferentes lugares sin pedir dinero a cambio de ese servicio. Solo pedía una colaboración. Pero cuando enviaba a otros lugares, hacía paquetes y los despachaba por dos o tres soles.

La disputa duró años y llegó a extremos, ambos se ‘chicoteaban’, que es usar las cartas para desearse el mal. Se hacían ‘daño’, porque uno quería quedarse con los clientes. Al final el problema se solucionó con el apoyo de las personas a las que Nacarino había ayudado a sanarse, pues debido a los constantes cierres del local, pidieron mediante un memorial que este señor pueda trabajar de herbolario. Poco tiempo después de esto, la viuda de don Pablo falleció.

Peroles y ungüentos

Nacarino atendió todos los días de cinco de la mañana a seis de la tarde, durante más de treinta años en su local del barrio de Mantaro. Ahí tenía un perol enorme como un fregadero, donde preparaba junto a su ayudante, sus ‘tomas’ de hiervas medicinales que buscaba y recolectaba en la selva virgen los meses de julio y agosto. Con estas plantas hacía también curaciones, ungüentos, flotaciones, purgantes y aerosoles para la congestión de las narices y garganta.

‘El Doctor’ llegó a curar enfermedades y males como cáncer a la sangre, bronquios, cólicos, hepatitis, sustos, ataques al corazón, curaba la ceguera, enfermedades del hígado, presión alta, etc. Pero también era consciente de sus limitaciones, es por ello que cuando no podía remediar  la dolencia decía “vayan a otro sitio”.

Silencios y llantos

El herbolario Nacarino, murió hace dos años, y su expiración fue trágica. Perdió la vida al caerse de las escaleras de su casa de la urbanización San Isidro. Las personas que vivieron   este acontecimiento resaltan lo rápido, hermético y secreto de su entierro. Pues en menos de 24 horas de ocurrida su muerte, Nacarino fue velado en su hogar y enterrado en un lugar desconocido.

Las personas a las que ‘el doctor’ atendió no pudieron estar en su despedida. Se enteraron cuando encontraron una nota pegada en la puerta del local de Mantaro que anunciaba la muerte del herbolario. Sus pacientes le lloraron tarde, días después de que, dentro de un ataúd, el cuerpo de uno de los personajes más queridos del barrio los visitara por última vez.

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